No hago más que anunciar mis intenciones de generar cambios en mi vida, para que Dios se apure a recordarme que es ella la que primero dispone de mi vida sobre este planeta. Pocas veces me he sentido con un pié en la sepultura, a punto de ponerme el pijama de palo o listo para ir a mirar las flores por el lado de las raíces. Una vez cuando chico, me casi ahogué en una piscina. Mi corta y feliz vida de entonces se me pasó como un diaporama (o debería decir Presentación Powerpoint, para no sonar tan añejo...) ante mis ojos mientras el aire se escapaba de mis pulmones y el agua y el cloro ocupaban su lugar. El montaje de imágenes de mi vida (que a todo esto dejaba a Kubrick como una alpargata vieja) se vio interrumpido por los fuertes y fibrosos brazos del salvavidas del club de campo de Las Condes de ese entonces, que me sacó del cuello hacia suelo firme y seco. Yo habré tenido unos 13 años y no era tan pillo como para haber fingido que estaba inconsciente para la respiración boca a boca. Además, estaba aterrado y me sentía tan agradecido de haber tenido una segunda oportunidad de vivir, que deseché la idea de inmediato.
Otra vez, no muchos años después, yo figuraba colgado con la punta de mis dedos, a punto de resbalar, de un risco en la quebrada de San Ramón. ¿Qué estaba haciendo yo, creyéndome escalador en roca? Todavía no lo sé. Supongo que cosas de cabro chico. No quise mirar para abajo. Sólo podía sentir cómo mis brazos se cansaban cada vez más. Cómo mis dedos iban resbalando poco a poco. ¿Qué se hace en un momento así? A mi me resultó relajarme y no perder el control. Comencé a buscar lentamente con los pies, por el contorno de la roca, algún espacio que me permitiera al menos anclar las piernas y así poder darle un descanso a mis manos. Una vez bien afirmado, di gracias por tener tan buena elongación y la cabeza fría. Pude recuperar el aliento y la tranquilidad cuando llegué a la planicie al fondo de la quebrada.
Si yo fuera gato, a estas alturas del partido me quedarían sólo cinco vidas. O cuatro, si cuento cuando choqué con un auto en Alonso de Córdova el año pasado (yo iba en bicicleta y no sé cómo ni me caí al suelo).
El viernes me volví a sentir vulnerable, con la vida en un hilo. Habíamos salido con Lukas a pasear cuando volví de la oficina. Como la semana pasada tuve que quedarme trabajando hasta más tarde de lo normal, eran las 21:30 y nosotros recién íbamos saliendo. Lukas tiraba de su correa, atorándose y privándole el oxígeno a sus pulmones, tal como la hace todos los días, al menos la primera mitad del paseo. Primero me acompañó a comprar cigarros a la salida del Metro y luego tomamos José Miguel de la Barra para volver al parque. A la altura del puente Loreto, se me acerca un pendejo (un pelusa) de unos 13 años, no más. Bien simpático el cabro chico; moreno, chiquito y flaco. Con una sonrisa enorme, llena de dientes chuecos y el pelo bien tieso y gris de tierra y smog. Él quería que lo dejara jugar con Lukas, a lo que le respondí que mejor ni se le acercara, porque Lukas muerde a la gente que no conoce (y no es chiste, el perro le ha estampado los dientes a casi toda la gente que conozco). El pendejo insistía e insistía, pero no lo dejé. Cuando me iba dando vuelta para obligar a Lukas a volver a la casa, el niñito este me tira el clásico texto que uno espera- Tío, deme plata-.
Yo por lo general, si ando con un par de monedas en el bolsillo, las regalo si me las piden. No me voy a cagar por $200. Pero de verdad que había salido sin billetera y no tenía ni una sola moneda conmigo. El pelusa volvió a insistir. Me giro y le digo -Pelao, de verdad que no tengo nada, la próxima vez que te vea, te doy-. En ese momento, este niñito bajito y con esa cara tan amigable e inocente se levanta la polera, para dejar ver una pistola enorme que lleva metida en su pantalón.
¿Se han fijado cómo en ciertas situaciones, el tiempo adquiere características distintas a las que percibimos normalmente?, los segundos se transforman en minutos larguísimos y la mente funciona a mil por hora, como si la vida te diera un plazo especial para pensar y buscar la mejor salida a algo que no parece tenerlo. ¿Qué podía hacer en ese momento; correr? No me pareció buena idea. Tampoco gritar y menos abalanzarme sobre el cabro chico, sacarle la mierda, agarrar la pistola y lanzarla al Mapocho.
Me vi muerto, desangrándome. JP iba a volver el sábado de Buenos Aires y se iba a extrañar que ni Lukas ni yo estuviéramos en la casa. Tal vez iba a ser portada de LUN o de La Cuarta. "Joven Profesional muere baleado por niño de 13 años" o peor, para vender más ejemplares: "Joven HOMOSEXUAL muere baleado por niño de 13 años". Me daba una lata fatal terminar mis días así. No era justo. No quería que se juntara un grupo de gente a mirarme morir. Ni que le tomaran fotos con sus celulares a mi cabeza abierta como una sandía de un balazo infantil.
Hice como que no había visto lo que me estaba mostrando. Intentando una pseudo-sicología barata, nunca dejé de sonreír. Insistí en que no tenía ni un duro y volví a emprender el rumbo.
-Tío, vio lo que le mostré, cierto?
-Sí, lo vi, y deberías tener cuidado con eso. No es bueno que andes asustando a la gente.
-Ya tío, no se enoje si no es de verdad. Es un juguete.
Yo no se si la pistola era de verdad o no. Se tanto de armas como se de fútbol o de ingeniería molecular.
-Ya, chao pelao y guarda esa gueá que te pueden ver los pacos.
Me di vuelta una vez más, con el corazón latiendo tan fuerte que me costaba escuchar lo que estaba pensando, los autos y las micros. Temía que en cualquier momento iba a sentir un dolor agudo y seco en plena espalda. ¿Mis últimas palabras iban a ser "Ya, chao pelao y guarda esa gueá que te pueden ver los pacos." MAL, debí haber dicho algo más adecuado a modo de epitafio.
Nunca giré la cabeza, estaba tan paralizado por el pánico que sólo podía caminar y caminar a una velocidad sorprendente; tan rápido como un maratonista (con la risa que me dan cada vez que los veo por la tele). Lukas iba más atrás, flameando al otro extremo de la correa. Llegué al edificio y no lograba meter la llave por el temblor de mis manos.
Me costó dormir, escuchaba ruidos y me levantaba a revisar ventanas y puertas. Una vez dormido, las pesadillas se repetían una tras otra.
No tengo ganas de volver a pasar por el mismo lugar. Tengo la mejor intención de salir con Lukas ojalá más temprano. De todas formas, no pienso dejar que el miedo me paralice y me fuerce a dejar de hacer las cosas que hago habitualmente.
Tal vez ni me debería asustar demasiado. Creo en una suerte de Plan Maestro y si no morí ahogado, como estampilla al caer de un acantilado, estrellado contra un Audi o baleado por un niño, tengo dos alternativas: o soy inmortal como Highlander, o no me ha llegado mi hora aún.